Primeramente hemos de referir que entenderemos por aborto a la interrupción del proceso de
gestación humano desde el momento de la fecundación (previo al
embarazo, que técnicamente comienza con la adhesión del óvulo en
el útero, por lo general se define simplemente como la
interrupción del embarazo, que por ende excluye el momento de la
fecundación) hasta antes del nacimiento, con la consecuencia de la
muerte del producto, pretendida o no (igualmente, en otras
definiciones el desenlace para el producto no es trascendente). Este
hecho se da de forma natural o inducida, y puede ser consecuencia de
condiciones fisiológicas o emocionales conscientes o no por parte de
la madre en cuyo caso se denomina “aborto natural”. A menudo, el
debate se centra en la situación consciente o inducida por la madre
o terceros, pero es importante destacar que el proceso es más
amplio.
Así mismo, es necesario distinguir que
existen dos debates al respecto, evidentemente interrelacionados uno
con el otro, siendo uno de ellos la penalización del aborto y el
otro el debate ético sobre el aborto, siendo el primero un debate
sobre legislación, que no es exactamente lo mismo que lo “éticamente
aceptable”, respecto a lo cual versa el segundo, y dado que la ley
eventualmente se ve determinada en mayor o menor medida por la ética,
podemos considerar la discusión ética es más trascendente. Es
importante hacer esta distinción pues además, no hemos considerado
la palabra moral por ser esta dependiente de un conjunto de
creencias, acotando así su validez y por tanto quedando fuera del
debate. En este sentido, es necesario evitar, en todo discurso serio,
argumentar recurriendo a citas de origen religioso o dogmático,
cualquiera que estas sean. Sin embargo, hemos de reconocer que
proveen puntos de vista y ejemplos susceptibles de una valoración.
Podemos decir que el debate ético
sobre el aborto versa en torno a dos temas fundamentales: el valor de
la vida y el problema de la libertad.
El primero hace referencia a que
tácitamente reconocemos el valor de la vida como universal, sin que
esto esté realmente más fundamentado que, en última instancia, el
deseo de preservar la vida propia y de nuestro género, razón por la
cual en general establecemos el estudio ético, y se encuentra
presente en gran cantidad de sistemas morales. Sin embargo, muchas
doctrinas asumen que el ser humano posee una característica que ha
de hacerlo “superior” a otros seres, razón por la cual su vida
ha de considerarse más importante que la de las bacterias, las
plantas u otros seres vivos. Pero esto no es algo que esté
justificado, nuevamente, más que por supuestos teológicos o
simplemente principios arbitrarios. Eventualmente, el grado de
consciencia, la inteligencia y la capacidad para experimentar
emociones, ninguno mesurable ni tampoco descartable en otros seres,
características supuestamente superiores en el ser humano, hacen que
esta distinción sea tomada en cuenta por incluso, muchas escuelas de
pensamiento seculares. Y en este sentido, podemos hacer una analogía
entre considerar tomar un “veneno específico” para matar a un
grupo de seres que invade nuestro cuerpo y nos perjudica (nos
“agreden”), y considerar tomar un arma y matar a un asaltante que
entra sin permiso en nuestra casa. Ambos pueden no poner en peligro
nuestra vida, pero ambos pueden causarnos pérdidas económicas y
afectar nuestro estado anímico, más no dudamos en tomar medicina
cuando nos enfermamos. Incluso la mayoría de los más agresivos
tiradores darían la oportunidad al asaltante de ser sometido antes
de dispararle directo al corazón o a la cabeza con la intención de
acabar con su vida. Un parásito, sin capacidad de decisión, nos
ataca para satisfacer su necesidad de alimentación y para seguir
viviendo, mientras que el asaltante ha decido beneficiarse a expensas
de nuestro trabajo. Nosotros decidimos comer verduras, acabando con
sus vidas, cuando podríamos alimentarnos de frutas y semillas sin
acabar con sus vidas (o en un contexto más moderno, comida
completamente sintetizada a partir de elementos no vivos), más pocos
se preocupan por la vida de otras plantas, como principio, a menos
que se puedan, de algún modo, sentir identificados con ellas. Y en
general el principio de identificación parece ser la pauta que
justifica este trato diferenciado. Más aún, existe un grado de
identificación gracias al cual, por poner un ejemplo, un vegano
sataniza el consumo de ciertos seres vivos como pescado, pollos natos
y no natos, cerdos, reces y vacas, mientras promueven el consumo de
otros seres como lechugas y jitomates, siendo que ambos nos traen
beneficios y consecuencias a la larga (hecho que muchos se niegan a
reconocer).
Pero cuando comparamos un cigoto, un
embrión o un feto humano con una bacteria, un protozoario, un
parásito intestinal, un pez, un pollito o un lechón, dependiendo de
la etapa de desarrollo, podemos afirmar que, en términos biológicos,
no hay una distinción significativa, pero sobre todo, no hay una
diferencia en ninguna de esas características que nos hace
supuestamente superiores (conciencia, inteligencia, emotividad), sin
recurrir a concepciones religiosas sobre la humanidad. Sin embargo,
el principio de identificación nos asigna más valor al cigoto
humano por el hecho de ser humano que al protozoario, a pesar de ser
fisiológicamente muy semejantes. Sin embargo, podemos enarbolar un
punto más en defensa del cigoto, que es que el protozoario nunca
dejará de ser protozoario, mientras que el cigoto tiene el potencial
de convertirse en una persona totalmente completa y funcional, que
puede eventualmente trabajar y razonar haciendo aportes trascendentes
a su especie, marcando una diferencia incluso, con el más
“inteligente” ser vivo no humano. Más es una potencialidad que
estadísticamente es poco probable. Esto nos lleva al punto más
importante de este análisis, y que conecta con el otro punto, que es
¿por qué habríamos de acabar con la vida de un ser humano en
gestación?
A una bacteria, protozoario o parásito
les podríamos matar como medida defensiva, si nos estuvieran
atacando, por dar un ejemplo, pero en realidad, si les matáramos por
cualquier otra razón, prácticamente nadie presentaría una moción
para penalizar su muerte. Ante un pez, pollo o lechón que se
sacrifican para comer, tendremos a un grupo de veganos criticando
nuestros hábitos alimenticios y si hiciéramos de ello un modo de
vida probablemente hasta organizarían protestas y boicots en nuestra
contra, más sería muy raro que alguno nos intentara acusar
penalmente por asesinar un pollo con fines alimenticios. Sin embargo,
la perspectiva va cambiando en función del principio de
identificación. Torturar a un pez, un pollo o un lechón, aún sin
matarlo, es condenable no sólo por el principio de identificación,
sino por que esos animales, a diferentes “escalas”, son capaces
de sufrir y el inducirles este sufrimiento representa un acto de
crueldad, reflejo de un gozo por el mismo que, eventualmente, podría
aplicarse de diversas formas (no hemos especificado de qué tortura
hablamos, y esto es aplicable genéricamente), a seres humanos. Una
valoración moral diría que representa un acto de maldad. Y que
quien es malo con un animal, el que sea, cometerá actos de maldad
contra personas. Pero este enfoque, como dijimos, queda fuera de
nuestro análisis y sólo se menciona para dar perspectiva.
Pero, ¿qué circunstancias llevan a
pensar en la muerte de un ser humano, aún en su estado de gestación?
En gran cantidad de países, se contempla una pena de muerte en caso
de cometer un asesinato, a veces dependiendo de si se realizó con
agravantes, e incluso en algunos lados basta con emitir una opinión
ofensiva a la autoridad o a un dogma religioso para ser candidato a
la pena de muerte. En algunos sitios, incluso, se considera razón
para acabar con la vida de una mujer el hecho de que su esposo
fallezca. La razón por la que se desea acabar con la vida de un ser
humano es determinante en la valoración moral, pero también hemos
de incluirla en nuestro análisis ético. Sobre todo porque
representa la comparación de valoraciones de conceptos como la
dignidad, y la libertad de una mujer de decidir sobre su propio
cuerpo.
Comenzaremos con el tema ligado a la
libertad de la mujer sobre su cuerpo. La libertad de una persona se
entiende como la no restricción a ejercer cualquier acción que no
afecte la libertad de otra persona (dejaremos pendiente por el
momento qué entendemos por persona). En algunos sistemas religiosos,
se restringe la acción al propio sujeto, pues se considera que éste
no es poseedor de su propia vida o “alma”, y por ende no debe
atentar tampoco contra ella. Ese punto de vista queda evidentemente
fuera de esta discusión. Un punto “gris” en la postura que
presentamos respecto a la libertad es precisamente el aborto, pues si
se entendiera al humano en gestación como “persona”, las
libertad de la mujer embarazada sobre su propio cuerpo estaría
acotada, por definición, por la libertad de la “persona” que
lleva dentro. Una valoración no objetiva sería decir que por el
principio de identificación, el cigoto es persona. Considero que
este es un caso extremo, bajo el cual sin embargo continuaremos.
No pudiendo seguir en este tono
genérico, hemos de recurrir a situaciones concretas que
ejemplifiquen nuestros argumentos para proseguir el análisis. Si una
mujer es violada, y queda embarazada a raíz de la violación, es
extremadamente probable que quede altamente traumatizada y no desee
portar con el resultado de su vejación en su vientre, y es también
muy probable que le sea imposible desarrollar afecto a ese producto
antes y después del nacimiento. En este caso, su libertad ya fue
violada y lleva en su interior un ser no consciente que ha sido
resultado de esta agresión. Vamos a considerar que en efecto, la
persona siente odio y repudia con todas sus fuerzas a la “persona”
que lleva dentro, y esta postura no va a cambiar por ningún medio.
¿Cuáles son los casos posibles a partir de este punto? Si se
obligara a esta persona a llevar a término su embarazo, y se le
obligara a “cuidar” del producto, inevitablemente criará no solo
sin amor, sino con odio y rencor a una criatura que ya será
consciente y será receptora de tales sentimientos, no le será fácil
crear lazos emotivos compatibles con una convivencia armónica en
sociedad, y como mínimo le será en extremo difícil superar el
saberse odiado por su propia madre por ser el resultado de una
violación. Como máximo o bien se suicidará o se volverá psicópata
y asesinará a otras personas. Y la madre habrá tenido un gran
sufrimiento y habrá cosechado odio y rencor aún después de la
crianza de su hijo. Por ende el resultado de este caso va del enorme
sufrimiento de 2 personas, a la muerte de 1 o más personas. Aquí es
donde ha de sopesarse la valoración de la vida del cigoto resultado
de la violación contra el sufrimiento y probable muerte de el propio
producto y otras personas.
Supongamos ahora que no se le obliga a
la madre a cuidar al producto de su violación pero sigue odiándolo
y le guarda rencor. Durante el embarazo intentará deshacerse del
producto y existen indicios de que su cuerpo podría, aún si no lo
aborta “naturalmente”, provocar deficiencias en el desarrollo
embrionario. Aún si naciera sano, sabemos que el recién nacido se
sumará a los abarrotados e ineficientes orfanatos públicos, hasta
que sea adoptado. Aún así, la madre habrá sufrido una degradación
total de su dignidad durante el embarazo (que recordemos, se plantea
forzado), violando su dignidad en nombre de la libertad y derecho a
la vida del resultado de su violación.
Estos son los únicos casos relevantes
en este ejemplo, aquellos en que se niega el deseo de abortar. Caso
que se da cuando el esposo, familia, iglesia o estado se lo impiden.
A partir de ahora comentaré en primera persona mis valoraciones al respecto.
Considero que de ninguna forma el principio de identificación es
suficiente para justificar el sufrimiento y degradación de la madre
y mucho menos el posible sufrimiento del propio producto a manos de
ésta y terceros.
Ahora supongamos que no hay una
violación. ¿Cambia esto el resultado? Claramente no. Si la mujer no
desea el embarazo, por la razón que sea, y desarrolla un odio
consciente o inconsciente hacia el producto, el desenlace será el
mismo. Considero que en general, la crianza de un hijo es una labor
que requiere no sólo convicción y gran responsabilidad sino amor, y
una mujer que no es capaz de garantizar estas condiciones en general
no “debería” ser madre. En ese sentido, considero preferible el
acabar con esa vida, tan desarrollada como una bacteria o un
renacuajo, si se hace para evitar una crianza nociva, que
eventualmente representa una posible amenaza contra la estabilidad de
la sociedad.
Además, no considero que tenga alguna
justificación no religiosa el concebir a un cigoto o embrión como
“persona”, ya que no es consciente ni capaz de experimentar
sufrimiento, por lo que desde mi perspectiva ni siquiera representa
una violación a una “libertad” de la que carece. Considero que
el sufrimiento y la falta de dignidad que representan el ser obligado
legalmente o no, a llevar a término un embarazo, tiene consecuencias
más graves que el término de la vida de un embrión o incluso un
feto capaz de experimentar sufrimiento, pues en el primer caso las
consecuencias se perpetúan y expanden a la sociedad en general.
Aquí obviamente es necesario
establecer parámetros y acotar las valoraciones. Si una mujer hace
del aborto algo “cotidiano”, muestra una clara irresponsabilidad
por lo que considero que en efecto, no debería criar un hijo, pero hasta que no
demuestre lo contrario, tampoco sería éticamente aceptable permitir
que quedara embarazada, ya que las mismas razones aplicadas antes serían válidas para
cualquier embarazo suyo, independientemente de si ella lo desea o no.
Si una mujer espera a abortar hasta que
el feto ha alcanzado un grado de madurez en el que experimente
sufrimiento, este hecho constituye un acto de crueldad y por ende sí
es susceptible de una valoración éticamente inaceptable, no por
abortar sino por haber dejado que el proceso alcanzara ese punto.
Así que en general, no me considero en
contra del aborto tal como aquí lo definí. Y tampoco soy
vegetariano. Y tomo medicamentos. Y soy antitaurino. En esencia,
todas estas posturas tienen mucho en común.
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